domingo, 8 de julio de 2012

Hay silencios que pesan como un siglo

No sé si alguna vez alguien se habrá sentido orgulloso de alguno de nuestros presidentes de la República. Desde que recuerdo, nunca sentí aprecio por ninguno de ellos, desde Luis Echeverría, el primero de que tengo recuerdos, hasta Calderón, nunca vi en ninguno de ellos algún esfuerzo genuino por hacer algo por el país y sus pobladores, por quienes uno supondría debían velar por su bienestar y tranquilidad. Es cierto que con la “alternancia” de las administraciones panistas, apenas dos, las crisis económicas demenciales de las priístas ya no se han repetido, pero los pobres se multiplicaron sin diferencia alguna con respecto a sus predecesores, además del baño de sangre dejado como legado después de apenas dos sexenios de (des)gobiernos panistas, en el fondo no muy distintos de los de sus predecesores priístas.
Si bien es cierto que incluso con el primer presidente panista en el nuevo milenio, aún quedaba cierto respeto, cada vez más ínfimo es cierto, por su figura, ser presidente de la república ya no parece ser lo que uno podría haber imaginado alguna vez fue o pudo haber sido. Hoy parece que quien aspira al máximo cargo del país deseara fervientemente sacarse la rifa del tigre. Y así parece que es. Con Calderón se cumplió cabalmente el desprecio casi absoluto hacia la figura del presidente, des-sacralizada en su totalidad por Vicente Fox, quien se dedicó a romper el protocolo y la jerarquía que debía tener el puesto a su cargo. La entrada de Calderón en un montaje televisivo a medianoche primero, y su entrada, literalmente por la puerta de atrás del Congreso, terminó de desbaratar cualquier áurea de respeto hacia su figura.
La llegada del nuevo inquilino a Los Pinos en la figura de un político sin credibilidad, a quien casi nadie respeta por su grosera ignorancia, es la puntilla que necesitaba la figura del Presidente de la República para que finalmente el desprecio hacia él sea tan escandaloso que éste empezó desde el año pasado y lejos de haber disminuido se ha incrementado. Será el primer presidente que ha sido repudiado incluso antes de otorgársele la mayoría ─en realidad minoritaria─ que lo califica como presidente electo.
Es sorprendente que la inteligencia liberal del país no vea eso, y en su lugar realice ejercicios taxonómicos de la realidad social, basados en la consuetudinaria práctica liberal mexicana de construir castillos en el aire, entelequias que muestran el dominio de la racionalidad y de la civilidad en un país donde la pobreza y la injusticia campean como dientes de león sobre la pradera. Sólo ven lo que quieren ver: espejismos en medio del erial que les permita omitir una realidad lacerante mientras se tapan la nariz fingiendo un estornudo para no percibir el hedor que les rodea. Así de fácil es ser liberal en un país como México.
Con la llegada del primer presidente repudiado públicamente antes de tomar la máxima responsabilidad del país uno podría preguntarse en qué momento ser presidente de la nación dejó de ser un honor para convertirse en una infamia. Es increíble, nuevamente, que la intelligentsia del país no exija se limpie la elección y cierre los ojos y se perfume la nariz mientras el próximo presidente de la república llegará al cargo con el hedor de quien llegó al lodo y lo dejó peor de como estaba.
La petición que ya algunos liberales y politólogos hacen de implantar una segunda vuelta electoral no va a servir de nada si lo que seguimos viendo es un árbitro parcial, que no sirve más que para hacerse omiso y fingir demencia cuando se le reclama por innúmeras violaciones durante la contienda electoral.
Pero así es el pensamiento liberal en nuestro país: persigue un ideal copiado de otras latitudes, de otras realidades, donde las leyes sí funcionan y los ciudadanos confían en sus autoridades porque esencialmente quienes mandan allí son ellos, y no la cúpula gobernante. Aquí debería haber el mismo respeto hacia las leyes que ellos ven en otros países. Se les olvida que hay una cantidad demencial de mexicanos en la pobreza absoluta, millones han sido olvidados o criminalizados, y un porcentaje demencial de jóvenes saben que no tienen futuro. Pero así es el pensamiento liberal mexicano de nuestros tiempos: se trata sólo de pequeños contratiempos en pos de una mayor gloria, la que espera a ese México próspero y moderno que desde Porfirio Díaz hasta nuestros días se viene construyendo. No muy distinto, tal vez, del llamado “mesianismo populista” como ellos le llaman y al cual condenan porque no respeta esa legalidad ante la que ellos se arrodillan como ante el santo Grial.
A fin de cuentas, también el liberal mexicano piensa en una patria generosa que primero debe ser construida mediante leyes y respeto a esa legalidad, y ya después se verá si queda tiempo para auxiliar a esos mexicanos rezagados y olvidados por la gloriosa senda del progreso positivo, tal como la Revolución industrial primero, y las revoluciones sociales del siglo XX pregonaron. Pero si la Historia nos ha enseñado algo, y esto deberían saberlo estos historiadores del optimismo, es que ni aquélla ni éstas hallaron la manera de solucionar semejantes dilemas.
Pero mientras esto sucede, Enrique Peña Nieto será el próximo presidente del país en medio de burlas, descalificaciones y el repudio a su persona, no sólo en México sino en el extranjero. Ni eso parece importarle a nuestra intelligentsia, y ni por equivocación se cuestionan por qué hay tanta gente que repudia al próximo presidente aun antes de tomar posesión de su cargo. Haiga sido como haiga sido, a ellos sólo les importa la legalidad que las instituciones electorales puedan validar.
Y esto es quizá lo más triste de lo que está por consumarse: una comunidad minoritaria que apela a la civilidad, al respeto a las leyes, al optimismo del progreso y el bienestar futuro, al sueño de un paráclito en el que ni ellos podrían creer o de cuya existencia no podrían dar cuenta de ninguna manera, pero que se niega a ver y a reconocer los signos de una decadencia no muy distinta a la vivida ya hace un siglo. Hay silencios que pesan un siglo.

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