No
sé si alguna vez alguien se habrá sentido orgulloso de alguno de nuestros
presidentes de la República. Desde que recuerdo, nunca sentí aprecio por
ninguno de ellos, desde Luis Echeverría, el primero de que tengo recuerdos,
hasta Calderón, nunca vi en ninguno de ellos algún esfuerzo genuino por hacer
algo por el país y sus pobladores, por quienes uno supondría debían velar por
su bienestar y tranquilidad. Es cierto que con la “alternancia” de las
administraciones panistas, apenas dos, las crisis económicas demenciales de las
priístas ya no se han repetido, pero los pobres se multiplicaron sin diferencia
alguna con respecto a sus predecesores, además del baño de sangre dejado como
legado después de apenas dos sexenios de (des)gobiernos panistas, en el fondo
no muy distintos de los de sus predecesores priístas.
Si bien es cierto que incluso con el primer
presidente panista en el nuevo milenio, aún quedaba cierto respeto, cada vez
más ínfimo es cierto, por su figura, ser presidente de la república ya no parece
ser lo que uno podría haber imaginado alguna vez fue o pudo haber sido. Hoy
parece que quien aspira al máximo cargo del país deseara fervientemente sacarse
la rifa del tigre. Y así parece que es. Con Calderón se cumplió cabalmente el
desprecio casi absoluto hacia la figura del presidente, des-sacralizada en su
totalidad por Vicente Fox, quien se dedicó a romper el protocolo y la jerarquía
que debía tener el puesto a su cargo. La entrada de Calderón en un montaje
televisivo a medianoche primero, y su entrada, literalmente por la puerta de
atrás del Congreso, terminó de desbaratar cualquier áurea de respeto hacia su
figura.
La llegada del nuevo inquilino a Los Pinos en la
figura de un político sin credibilidad, a quien casi nadie respeta por su grosera
ignorancia, es la puntilla que necesitaba la figura del Presidente de la República
para que finalmente el desprecio hacia él sea tan escandaloso que éste empezó
desde el año pasado y lejos de haber disminuido se ha incrementado. Será el
primer presidente que ha sido repudiado incluso antes de otorgársele la mayoría
─en realidad minoritaria─ que lo califica como presidente electo.
Es sorprendente que la inteligencia liberal del
país no vea eso, y en su lugar realice ejercicios taxonómicos de la realidad
social, basados en la consuetudinaria práctica liberal mexicana de construir
castillos en el aire, entelequias que muestran el dominio de la racionalidad y
de la civilidad en un país donde la pobreza y la injusticia campean como dientes
de león sobre la pradera. Sólo ven lo que quieren ver: espejismos en medio del
erial que les permita omitir una realidad lacerante mientras se tapan la nariz
fingiendo un estornudo para no percibir el hedor que les rodea. Así de fácil es
ser liberal en un país como México.
Con la llegada del primer presidente repudiado
públicamente antes de tomar la máxima responsabilidad del país uno podría preguntarse
en qué momento ser presidente de la nación dejó de ser un honor para
convertirse en una infamia. Es increíble, nuevamente, que la intelligentsia del país no exija se
limpie la elección y cierre los ojos y se perfume la nariz mientras el próximo
presidente de la república llegará al cargo con el hedor de quien llegó al lodo
y lo dejó peor de como estaba.
La petición que ya algunos liberales y
politólogos hacen de implantar una segunda vuelta electoral no va a servir de
nada si lo que seguimos viendo es un árbitro parcial, que no sirve más que para
hacerse omiso y fingir demencia cuando se le reclama por innúmeras violaciones
durante la contienda electoral.
Pero así es el pensamiento liberal en nuestro
país: persigue un ideal copiado de otras latitudes, de otras realidades, donde
las leyes sí funcionan y los ciudadanos confían en sus autoridades porque
esencialmente quienes mandan allí son ellos, y no la cúpula gobernante. Aquí
debería haber el mismo respeto hacia las leyes que ellos ven en otros países.
Se les olvida que hay una cantidad demencial de mexicanos en la pobreza absoluta,
millones han sido olvidados o criminalizados, y un porcentaje demencial de jóvenes
saben que no tienen futuro. Pero así es el pensamiento liberal mexicano de nuestros
tiempos: se trata sólo de pequeños contratiempos en pos de una mayor gloria, la
que espera a ese México próspero y moderno que desde Porfirio Díaz hasta nuestros
días se viene construyendo. No muy distinto, tal vez, del llamado “mesianismo populista”
como ellos le llaman y al cual condenan porque no respeta esa legalidad ante la
que ellos se arrodillan como ante el santo Grial.
A fin de cuentas, también el liberal mexicano
piensa en una patria generosa que primero debe ser construida mediante leyes y
respeto a esa legalidad, y ya después se verá si queda tiempo para auxiliar a
esos mexicanos rezagados y olvidados por la gloriosa senda del progreso
positivo, tal como la Revolución industrial primero, y las revoluciones
sociales del siglo XX pregonaron. Pero si la Historia nos ha enseñado algo, y
esto deberían saberlo estos historiadores del optimismo, es que ni aquélla ni éstas
hallaron la manera de solucionar semejantes dilemas.
Pero mientras esto sucede, Enrique Peña Nieto
será el próximo presidente del país en medio de burlas, descalificaciones y el
repudio a su persona, no sólo en México sino en el extranjero. Ni eso parece importarle
a nuestra intelligentsia, y ni por
equivocación se cuestionan por qué hay tanta gente que repudia al próximo
presidente aun antes de tomar posesión de su cargo. Haiga sido como haiga sido, a ellos sólo les importa la legalidad
que las instituciones electorales puedan validar.
Y esto es quizá lo más triste de lo que está por
consumarse: una comunidad minoritaria que apela a la civilidad, al respeto a
las leyes, al optimismo del progreso y el bienestar futuro, al sueño de un
paráclito en el que ni ellos podrían creer o de cuya existencia no podrían dar
cuenta de ninguna manera, pero que se niega a ver y a reconocer los signos de
una decadencia no muy distinta a la vivida ya hace un siglo. Hay silencios que
pesan un siglo.
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